Las mentiras que se dicen en el trabajo.
Los especialistas explican por qué la deshonestidad prospera en la oficina. Los casos más relevantes.
Es una observación común que las mentiras y el encubrimiento, no el mal comportamiento inicial, es lo que hace caer a las figuras públicas. Ya sucedió con Watergate y el escándalo de Lewinsky y, recientemente, Lance Armstrong lo comprobó de nuevo. El resto de nosotros quizá no le confesemos a Oprah, pero en diferentes grados, todos doblamos la verdad en nuestras carreras. La medida estándar, apoyada por estudios consistentes, es que el estadounidense promedio dice entre una a dos mentiras por día, y frecuentemente, en el trabajo. El economista del comportamiento de la Universidad de Oxford, Johannes Abeler, con un grupo de colegas de Alemania, publicó un estudio en octubre que descubrió que cuando se las contactaba al azar por teléfono en sus casas, la mayoría de las personas decía la verdad aunque hacerlo implicara renunciar a una pequeña recompensa.
No tanto en otro lugar: cerca de un tercio de las personas no eran honestas cuando el experimento se probaba en un laboratorio. Los investigadores extrapolaron que estamos más dispuestos a mentir en la oficina que en casa. “Si a las personas se les da lugar para escabullirse, como en las oficinas, se pueden convencer a sí mismas de que su comportamiento no es fraudulento, y esto no ataca sus sentidos sobre ellos”, dice Abeler. La mayoría de las mentiras que se dicen en el trabajo son simplemente para cubrirse las espaldas. Uno se olvida de hacer algo o suprime alguna tarea pesada, y sale una mentira piadosa: un embotellamiento que demoró una hora, un e-mail “perdido” o alguna otra conexión fallida, todo para comprar tiempo para recuperarse. “La mayoría de las mentiras en el lugar de trabajo no son en realidad anti-negocio”, dice David Schulman, profesor asociado en Lafayette College y autor de “De contratado a mentiroso: el rol del engaño en el lugar de trabajo”.
“Realmente son para hacer el trabajo”. Pero hay motivos más oscuros. Suzanne Garvin, banquera personal en Los Ángeles, habla sobre una instancia en la que por error hizo un cheque grande para una cuenta incorrecta. Su supervisora firmó el cheque sin mirar el número de cuenta. Cuando se descubrió el error, la supervisora ocultó su firma y trató de culpar a Garvin (ella guardó una fotocopia del cheque y, en silencio, lo presentó durante la inquisición que siguió). Pero el castigo fue leve; una breve charla, no más.
Los pecados de omisión están construidos en la vida de oficina. Si una descubre que está embarazada y no se lo dice al marido, el matrimonio está en problemas. Si uno espera unos meses para decirle a su jefe, simplemente está siendo prudente. Para tener ventaja sobre los competidores, es beneficioso salvaguardar información propietaria. Las mejores compañías suelen ser muy secretivas –la receta de Coca-Cola tiene 126 años y, a pesar de “revelaciones” periódicas, solo un par de personas saben realmente qué hay en ella.
Se informó también que Apple divulga rumores falsos para sacarse de encima a la prensa y despidió empleados por filtrar los ítems nuevos más cotidianos. Y se dan extremos –ese infame panel de ejecutivos de grandes tabacaleras, parados frente al Congreso en 1994, jurando que la nicotina no era adictiva a pesar de las investigaciones con evidencia concluyente apiladas en sus propios laboratorios. Fue un impresionante show de fraude. Robert Feldman, profesor de Psicología de la Universidad de Massachusetts y autor de “El mentiroso en tu vida”, dice que cuanto más grande la mentira, es más probable que la cultura del lugar de trabajo sea un factor.
Está la teoría de la “manzana podrida”: algunos criminales en una organización se comportan de forma poco ética, pero todos los demás (especialmente, los subordinados) son ingenuos en creer que, de alguna manera, lo que están viendo está bien. Y después, dice Feldman, está la teoría del “cañón malo”: el modelo Enron, en el que un ambiente envenenado, de arriba hacia abajo, arma el equivalente a normas en el que engañar y mentir están aceptados como parte de la vida diaria. Estudio tras estudio revelaron que la desconfianza engendra desconfianza. Uno, por el psicólogo Jerald Greenberg, autor de “Comportamiento insidioso en el trabajo”, apunta que los empleados que se sienten agraviados –por ejemplo, aquellos con el salario recortado– tienen más posibilidades de robarle a sus empleadores. Pero muchas de las mentiras no tienen nada que ver con la compañía: se dicen para impulsar las propias ambiciones del mentiroso. Un poco de inflación en el currículum es casi universal.
El autor de “Freakonomics”, Steven Levitt, dice que más de la mitad de las personas lo hacen, en general realizando pequeños ajustes para que sean más elegantes los saltos entre trabajos. Laura Pierce, administradora sin fines de lucro en Hudson Valley, en Nueva York, solía trabajar para un hombre que “mentía sobre todo –incluso decía: ‘Almorcé pavo’ cuando había comido jamón. Creo que usaba la mentira patológica como un mecanismo para mantener a todos tan desquiciados como él”. Pierce agrega que su ex jefe era excepcionalmente reacio al conflicto: “Era tan incapaz de manejarse con cualquier nivel de desacuerdo que prefería mentir en el momento para no agitar las plumas”.
En esa misma categoría están los mentirosos que cambian de lugar la culpa –“Mi manager me está obligando”, “No es mi decisión”– para evitar la confrontación. Aunque la falsedad podría ofender el código de honor, hay peligros a la hora de delatar a los compañeros de trabajo. Garvin, la banquera personal, dice que su jefa nunca la perdonó por haberla entregado a sus superiores. “Siempre estaba buscando cosas para castigarme”, recuerda. De hecho, la mujer inició luego una campaña para despedir a Garvin, y lo logró –solo para ser despedida ella misma meses después. A veces, la justicia triunfa. Al jefe de Pierce finalmente lo echaron. “Rebotó antes que nosotros”, dice, “y volvió a rebotar después”.
O consideren a Janet Cooke, Stephen Glass y Jayson Blair, los periodistas que fabricaron notas y engañaron al Washington Post, el New Republic y el New York Times, respectivamente. Los tres fueron falsos en nombre de la ambición, y los tres tuvieron que dejar la profesión. Resistir la tentación de mentir en la oficina tiene sus recompensas. “Nuestro estudio muestra cuán honesta es la gente cuando está en sus hogares”, dice el economista de Oxford, Abeler. “Y nuestra teoría es que ser honesto está en el corazón de cómo realmente queremos vernos a nosotros mismos”.